Un café bañado en lágrimas de whisky barato

Lo más difícil para un escritor es enfrentarse a una página en blanco, buscar las palabras adecuadas para empezar su discurso.

Ania se encontraba en la cafetería de la esquina de su calle, ésa en donde el café que le servían iba siempre acompañado de una gota de whisky. A Ania le gustaba ese sitio, se sentía segura sabiendo que sus penas se quedaban atrapadas en los cristales empañados por el contraste entre el frío del invierno y el calor de la estufa al lado de la que se sentaba con su libreta a escribir.

Ella recordaba cada una de las manchas de café que su cuaderno fue adquiriendo: la primera, en forma circular pertenecía al día en que Jon se marchó en Erasmus, a conocer nuevas culturas –y nuevos cuerpos que recorrer con sus manos de pianista amateur—; la segunda se encontraba en un escrito de dos meses atrás, de cuando, descuidada por atender a la llamada de su móvil, al dejar la cuchara en la taza, una gota salpicó la fecha. 14 de Febrero de 1993, el San Valentín en que más que un regalo material, le regalaron una historia digna de aparecer en su libreta. La tercera de las manchas era invisible, pues no había quedado retratada en las hojas, sino que se encontraba dentro de ella: cicatrices del pasado que no le dejaban dormir.

Bebió un sorbo, se sentía fría por dentro y la combinación alcohol-cafeína le daría el calor necesario para coger el boli bic—mordisqueado por culpa de la frustración que muchas veces sufría—y ponerse a escribir. Garabatear letras era la única forma que conocía de expulsar de su cuerpo la sensación tan incómoda de tener que decir algo y no poder contarlo por miedo a lo que piensen los demás.

Pero las hojas en blanco no juzgan las palabras, y por ello el cuaderno y Ania eran algo más que amigos.